28.7.15

Casa desolada

Hay una casa adosada a la muralla en la que siempre, al pasar, inevitablemente, he reparado. Nunca he entrado en ella y ni siquiera llego a adivinar la distribución de sus estancias. Apenas tengo una vaga idea de la planta baja, lo que se puede —o se podía— divisar de la planta baja desde el exterior: un triángulo marcado por las irregularidades de una arquitectura tan estricta como mezquina y por los enigmas de una insondable penumbra. Hubo un tiempo, hace años, en que ese triángulo fue taberna, una taberna de aspecto sombrío y portuario en la que los parroquianos, tan fieles como escasos, siempre los mismos, podían permanecer la tarde entera ante unos botellines de cerveza o unos vasos de vino dignos de la mejor catalogación arqueológica y desgastar las horas entre la paciencia y la quietud, o entre el silencio y una conversación común, pausada y sentenciosa, sobre los males del mundo, una suerte de ontología crepuscular. Me hubiera gustado sumarme alguna vez a la parroquia, pedir una cerveza, formar parte del paisaje interior, gente de barrio a la que en modo alguno le sentarían mal un semblante adusto y varios tatuajes marineros, anclas, sirenas, ecos de un mundo aventurero y remoto. Me hubiera gustado contemplar desde un rincón el paso apresurado de la gente, el modo huidizo y arrugado con que miraban al interior, pero nunca entré, siempre formé parte del exterior, de quienes miraban con recelo y esquivaban las miradas: ningún transeúnte formaba parte de las manifestaciones del subsuelo. Con el tiempo, la taberna cerró y la casa fue sólo ya vivienda, aunque todavía siguió acogiendo por las tardes a los viejos, perpetuos parroquianos. De eso hace mucho tiempo. Últimamente sólo vivía en ella un hombre, el único al que he reconocido desde siempre como vinculado a la casa. Este hombre se apostaba en la acera, como guardián de un panorama interior adscrito a la degradación: un amontonamiento indiscriminado y creciente de cartones y basuras. Cabía suponer que la casa carecía de luz, de agua corriente, y que, si siempre tuvo algo lóbrego y tenebroso, ahora se había convertido en una cueva inmunda guardada por su único habitante, el individuo cada vez más desgreñado que se pasaba las horas en la puerta como los antiguos parroquianos. Tal vez por eso, de pronto, un día apareció la casa clausurada, con unos tablones cruzados y claveteados impidiendo la entrada. Y desapareció el guardián. Las macetas del balcón se fueron secando y en la ventana fue creciendo la maleza. El abandono es el principio o la continuación de la ruina. Yo he sido testigo de esa continuación. Pero he aquí que ahora, al cabo del tiempo, surgido de no sé dónde, ha vuelto a aparecer el guardián. Desde primeras horas de la mañana hasta el atardecer, siempre que cruzo la calle lo veo en el marco de la puerta, apoyado en los tablones o sentado en el umbral, en el ámbito de una larga querencia. Sin duda, me digo cada día, son grandes las tentaciones literarias, pero cualquier conjetura sería apenas un reflejo pálido y tal vez inmoral de los hechos y, peor aún, una falsificación retórica de las circunstancias.

21.7.15

Don Quijote

La sociología oficial hace a menudo sondeos pintorescos para confeccionar cifras acordes con el costumbrismo patrio, como, por ejemplo, aprovechando las inercias del estío y la proximidad de cierto centenario, obligar una vez más al ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, como si se tratara de un síntoma más que de un caballero andante, a padecer ásperas penitencias por las arduas estepas del hastío nacional para desfacer los agravios, enderezar los tuertos y enmendar las sinrazones que —también de oficio— enturbian la nunca —ni otrora ni ‘hac hora’— excelsa cultura castellana, sabiendo de antemano, como saben, que no podrá triunfar en tan peregrino y desventurado lance. Mas por eso lo hacen, no cabe duda: no para averiguar nuevos hábitos o alumbrar enmiendas, sino para recrearse con las amplitudes estadísticas de lo ya sabido. Incluso quienes aseguran que ni han leído sus aventuras ni piensan leerlas, porque no les interesan, porque son antiguas, porque son aburridas, porque están en castellano arcaico, incluso ellos, ese alto porcentaje de encuestados reticentes e impermeables, saben de sobra que, si a Alonso Quijano «se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio» hasta el punto de que «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro» y «vino a perder el juicio», era porque, tanto o más que las hazañas de la caballería andante, le interesaban los libros que las contaban y pregonaban por el mundo. Esa era la verdadera aventura y esa era su esperanza: «que en los venideros tiempos», dice, «salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos» y, en consecuencia, que todos puedan admirar la grandeza de sus hazañas, la fuerza de su brazo, la bondad de su espada y la generosa condición de su carácter. «¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía?», pregunta cuando se entera de que su historia circula impresa por esos mundos de dios. Pero ahora la sociología oficial se complace en hacernos saber que el mundo entero no se deleita ni ‘en’ ni ‘con’ los lances de su increíble locura, como si esto pudiera ser una novedad. Qué disparate. El ingenioso hidalgo, tal como se desprende de los numerosos episodios que tuvo a bien rescatar Cide Hamete Benengeli, casi siempre (por no decir siempre) salió burlado y malherido, menospreciado y escarnecido, de sus aventuras, ya concurrieran en ellas duques, hidalgos, arrieros o malandrines. En qué cabeza cabe que quien ha perdido todas sus batallas, quien está condenado de antemano a fracasar en todos los peligros que acomete, quien ha construido su triste figura precisamente en el empecinamiento del fracaso, va a ahora a triunfar sobre las posteridades sociológicas. No, no le corresponde a don Quijote ganar batallas después de muerto. A toscos guerreros, a renombrados mercenarios les corresponden esos privilegios de la historia. Al ingenioso hidalgo le pertenecen el sosiego de la sepultura y la quietud de sus «cansados y ya podridos huesos», esto es, el estatuto solitario y desamparado de la inmortalidad. Caigan, pues, los viejos encantadores sobre esas nuevas bachillerías que, «contra todos los fueros de la muerte», quieren forzar nuevas salidas y, con ellas, nuevos desengaños. Vale.

14.7.15

Vueltas

▪ Sabido es que cada persona configura el mundo a su manera y elabora nociones mentales perdurables a partir de asociaciones débiles y huidizas además de erróneas. Valga como prueba el siguiente ejemplo. De chico, cuando oía hablar de competiciones ciclistas que incluían la palabra ‘vuelta’, o ‘giro’, o ‘tour’ —la Vuelta a España, el Giro de Italia, el Tour de Francia—, siempre creí, con toda ingenuidad, que las palabras se ajustaban a su significado y que, por tanto, la ruta que seguían los ciclistas trazaba una verdadera vuelta completa al país o a la región de que se tratara en cada caso, esto es, un recorrido lo más circular y lo más periférico posible para que ningún rincón del territorio quedara al margen de una cierta equidistancia geométrica con el centro, por más que en algunos casos, como Italia, el perímetro que se veía en los mapas escolares difícilmente se prestaba a círculos ni a circunferencias. Como la información deportiva no había alcanzado la sobreabundancia actual ni los medios audiovisuales habían alcanzado un grado de saturación incompatible con la fantasía personal, no ha de extrañar que tardara en saber que no era así, que el recorrido podía ser lineal, quebrado, discontinuo e intermitente, con saltos caprichosos en la geografía, y, por ello, con un considerable menosprecio por la verdad verdadera de los nombres. ▪▪ Me gustaría creer que esa noción previa de vuelta obedecía a alguna lógica verbal, pues, aunque es cierto que en la expresión coloquial «dar una vuelta» la conciencia lingüística no pretendía trazar una circunferencia peripatética en torno al pueblo o la ciudad, sino sencillamente ir y volver, como en los palíndromos, sobre todo volver (que de ahí proviene «vuelta»), no menos cierto es también que, según los diccionarios, ‘vuelta’ es «movimiento de una cosa alrededor de un punto, o girando sobre sí misma, hasta invertir su posición primera, o hasta recobrarla de nuevo». No creo, sin embargo, que fuera la palabra «vuelta» ni, menos aún, los complementos circunstanciales que marcaban el punto central y los extremos (Madrid, París, etcétera) lo que llevaba a esa noción circular del itinerario ciclista. Hubiera preferido incluso que se debiera al genio oculto de la lengua y tuviera que ver con la palabra ‘ciclo’, que no en vano significa círculo y forma parte de ciclismo, ciclista y bicicleta, pero no dejaría de ser una pirueta a posteriori, un intento tal vez ingenioso y encomendado a azares etimológicos, pero, desde luego, ajeno a cualquier realidad de infancia y quién sabe si no también de juventud temprana. ▪▪▪ Lo singular, en todo caso, es que ahora mismo se está disputando el Tour de Francia, que el recorrido está distribuido en dos grandes sectores, una primera serie de etapas al norte y otra serie al sur, antes del fin de fiesta de París, que he visto el recorrido en el mapa más de una vez y que, sin embargo, sigo teniendo en mente la circunferencia, el tour como un círculo perfecto y cerrado sobre sí mismo: tal vez, me digo, porque, si la geometría tiende a la perfección, el círculo conlleva una idea de perfección suprema y, sobre todo, porque los atisbos de perfección permanecen siempre más allá de las imperfecciones de la realidad, de los desvaríos de las palabras y de las insuficiencias del sujeto.

7.7.15

Palíndromos

Como se sabe, los palíndromos son frases (o palabras, pero en las palabras no hay mérito añadido) que se leen igual de izquierda a derecha que de derecha a izquierda y, como también se sabe, «Dábale arroz a la zorra el abad» es la representación castellana más universal de tan entretenido artificio retórico. Hay otros muchos palíndromos memorables, desde el medieval latino «In girum imus nocte et consumimur igni» hasta el contemporáneo «Anita, la gorda lagartona, no traga la droga latina», y todos ellos esconden bajo la superficie jovial un contenido secreto, ambiguo, indescifrable, ya sea la droga latina, el fuego de la noche o los inusitados enredos monacales del abad con la zorra. Cabría pensar que la fascinación que provocan estas diversiones no tiene más fundamento que el de entregarse al ocio lúdico de las palabras, al puro juego vacío de la sintaxis o a la torsión semántica que proviene de una estricta y a veces disparatada sinrazón fonética, esto es, a la magia de palabras incompatibles combinadas sin más criterio que la caprichosa e irracional prestidigitación de los espejos. Mas, por mi parte, quiero creer que la seducción de tales malabarismos no se basa sólo en las manifestaciones visuales o epidérmicas del ingenio ni en la mayor o menor agudeza aforística o enigmática del oráculo, sino que bajo la atracción subyace nuestra conciencia primitiva de la vida. Existe otra palabra, próxima a «palíndromo», menos conocida, de escaso uso, y de poderosas resonancias épicas, por la que siento especial simpatía. Es la palabra ‘bustrófedon’, que viene a ser la versión gráfica o visual del palíndromo, una manera de escribir en la antigua Grecia que consistía en trazar un renglón de izquierda a derecha y el siguiente de derecha a izquierda y cuya etimología la hace proceder, a su vez, del modo de arar con bueyes surco a surco, el eterno recorrido de ida y vuelta de las tareas del labrador (los trabajos y los días siempre han ido, al fin y al cabo, por delante de los caminos de la lengua, las fatigas se han anticipado siempre a las metáforas). Pues bien, cada palíndromo y cada bustrófedon reproducen la mayor parte de los movimientos del hombre, el continuo ir y volver en que se va el vivir, un continuo volver además, dada la inercia, por el mismo camino y sobre las propias huellas. Desde el asunto más cotidiano, como salir a comprar el pan, hasta la aventura del viaje más extraordinario, y tanto da que este salir y este viajar se entiendan en sentido literal o figurado, todo es ir y volver, hacer el camino y deshacerlo, repetir a la vuelta el itinerario de ida. En eso consiste la vida y esa es su consistencia. Eso era lo que hacían los bueyes de la antigua Grecia, lo que hacía Sísifo y lo que mansamente ha seguido haciendo a lo largo de los siglos el común de los mortales, ir y volver por la misma senda, por el mismo surco que lo condena a un tiempo y a un territorio inagotables. Ir y volver: como diría Hamlet, de eso se trata.