21.7.15

Don Quijote

La sociología oficial hace a menudo sondeos pintorescos para confeccionar cifras acordes con el costumbrismo patrio, como, por ejemplo, aprovechando las inercias del estío y la proximidad de cierto centenario, obligar una vez más al ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, como si se tratara de un síntoma más que de un caballero andante, a padecer ásperas penitencias por las arduas estepas del hastío nacional para desfacer los agravios, enderezar los tuertos y enmendar las sinrazones que —también de oficio— enturbian la nunca —ni otrora ni ‘hac hora’— excelsa cultura castellana, sabiendo de antemano, como saben, que no podrá triunfar en tan peregrino y desventurado lance. Mas por eso lo hacen, no cabe duda: no para averiguar nuevos hábitos o alumbrar enmiendas, sino para recrearse con las amplitudes estadísticas de lo ya sabido. Incluso quienes aseguran que ni han leído sus aventuras ni piensan leerlas, porque no les interesan, porque son antiguas, porque son aburridas, porque están en castellano arcaico, incluso ellos, ese alto porcentaje de encuestados reticentes e impermeables, saben de sobra que, si a Alonso Quijano «se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio» hasta el punto de que «del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro» y «vino a perder el juicio», era porque, tanto o más que las hazañas de la caballería andante, le interesaban los libros que las contaban y pregonaban por el mundo. Esa era la verdadera aventura y esa era su esperanza: «que en los venideros tiempos», dice, «salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos» y, en consecuencia, que todos puedan admirar la grandeza de sus hazañas, la fuerza de su brazo, la bondad de su espada y la generosa condición de su carácter. «¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía?», pregunta cuando se entera de que su historia circula impresa por esos mundos de dios. Pero ahora la sociología oficial se complace en hacernos saber que el mundo entero no se deleita ni ‘en’ ni ‘con’ los lances de su increíble locura, como si esto pudiera ser una novedad. Qué disparate. El ingenioso hidalgo, tal como se desprende de los numerosos episodios que tuvo a bien rescatar Cide Hamete Benengeli, casi siempre (por no decir siempre) salió burlado y malherido, menospreciado y escarnecido, de sus aventuras, ya concurrieran en ellas duques, hidalgos, arrieros o malandrines. En qué cabeza cabe que quien ha perdido todas sus batallas, quien está condenado de antemano a fracasar en todos los peligros que acomete, quien ha construido su triste figura precisamente en el empecinamiento del fracaso, va a ahora a triunfar sobre las posteridades sociológicas. No, no le corresponde a don Quijote ganar batallas después de muerto. A toscos guerreros, a renombrados mercenarios les corresponden esos privilegios de la historia. Al ingenioso hidalgo le pertenecen el sosiego de la sepultura y la quietud de sus «cansados y ya podridos huesos», esto es, el estatuto solitario y desamparado de la inmortalidad. Caigan, pues, los viejos encantadores sobre esas nuevas bachillerías que, «contra todos los fueros de la muerte», quieren forzar nuevas salidas y, con ellas, nuevos desengaños. Vale.