29.3.14

IX / Dulce Chacón / Zafra

¶¹. Cuando recibí la llamada en que Jesús Sánchez Adalid me comunicaba, como presidente, la resolución del jurado del IX Premio Dulce Chacón, un sábado a mediodía, iba yo camino de la plaza a través del viento áspero y frío de diciembre y, tal vez por la conjunción del nombre y de la atmósfera, no pude por menos que evocar una escena antigua que fecho, sin embargo, con toda exactitud: lunes, 13 de noviembre del año 2000. Dulce Chacón era la invitada al aula de literatura de Plasencia del martes y yo el encargado de acompañarla y presentarla. Ya habíamos coincidido en anteriores ocasiones, especialmente como miembros de los jurados de los premios que por entonces, en aquellos tiempos de euforia literaria y autonómica, convocaba la Editora Regional. Entretuvimos la tarde recorriendo la ciudad turística: la plaza Mayor, la rúa Zapatería, el parador, la calle Blanca, la catedral, el complejo cultural Santa María, el palacio episcopal, etcétera. Fue el caso, pues, que, justo cuando estábamos mirando a las alturas, en el punto en que mejor se ve cómo la catedral nueva se alza y se abate sobre la vieja, como para engullirla, vimos que un transeúnte se detenía un poco antes de llegar a nuestra altura, nos miraba con aspavientos de sorpresa y se acercaba finalmente a nosotros. Preguntó entonces a Dulce Chacón si era Dulce Chacón y, como en efecto lo era, enseguida inició el elogio de sus escritos con tanta efusión como entusiasmo. Yo asistí al pronto a la charla como mero testigo, sin intervenir, oyendo el rosario de alabanzas, y aún diría que satisfecho por el nivel de la cultura literaria local, hasta que oí que nuestro hombre se deslizaba por terrenos movedizos: que le gustaba más la poesía de Dulce Chacón que la novela, dijo, que era sin duda mucho mejor poeta que novelista. Como estos cumplidos del entusiasmo tienen cierta agudeza, no por la solvencia del juicio, sino por la punta del aguijón (no son, de hecho, infrecuentes los trances en que los méritos se alzan sobre las imperfecciones), intenté terciar en la charla y ponderar las virtudes de ‘Cielos de barro’, que había aparecido en aquel año 2000 y que había obtenido poco antes además el premio Azorín de novela. Fue aquí donde surgió el primer asombro, cuando nuestro hombre declaró con toda seriedad que no, que él no había leído ninguna novela de Dulce Chacón, pero que, con todo, le interesaba más su poesía y consideraba que era mejor poeta que novelista. Poco puede hacerse en tales casos sin caer en desplantes o descortesías. Quiero creer que, visto el cariz de los elogios, y puesto que estábamos en mi campo, intenté poner fin a la conversación, no lo recuerdo, pero sí sé que quien está seguro de que tiene algo que decir no cesa, como el rayo, hasta decirlo del todo. En este caso la charla nos reservaba todavía una sorpresa mayor, en el rango (diría) de la estupefacción. Fue en el momento en que nuestro hombre afirmó que tampoco había leído su poesía, pero que pensaba leerla. Sin duda, no hay forma más abrupta de ‘matar al ángel’. Lamento no recordar qué hicimos en este punto ni qué cara pusimos, aunque sí recuerdo que, una vez liberados del admirador, nos entregamos con buen humor risueño a bromas, exégesis y derivaciones.

¶². Lo que no me pregunté entonces, porque los sobresaltos nos sorprenden a menudo en el filo de la escalera, pero sí me pregunté luego, al cabo de los días, fue de qué conocía tan intrépido transeúnte a Dulce Chacón si no la había leído, de qué rincón de su inconsciencia o de su voluntad surgían una admiración y un juicio, a la postre, tan favorable como ambiguo e insensato. Naturalmente, se hacía publicidad de la programación del aula, se distribuían carteles, las páginas locales de la prensa regional anunciaban cada lectura, pero no es a ese conocimiento periódico al que me refiero, sino al conocimiento que impulsó a nuestro transeúnte a declarar su admiración. Y lo cierto es que nunca pude responder a esta pregunta de un modo convincente sin perjuicio o descalificación del transeúnte, así que, con sumo respeto, renuncié a la respuesta. A cambio, y en la creencia de que toda manifestación contiene significados que la sobrepasan, aunque sólo sean contextuales, preferí elevar a categoría aquella insólita devoción literaria y deduje que el sujeto no era sino un pintoresco exponente al que el aprecio de la literatura al margen de los textos, al margen, por tanto, de la propia literatura, había conducido necesariamente a una fórmula de admiración hueca, vacía, abstracta, sin soporte figurativo. De ahí que, en consonancia con los atributos sagrados, místicos e inmateriales que a menudo se aplican a la literatura, no deba extrañar que fuera precisamente la poesía de Dulce Chacón lo que le gustara y, más aún, sin haberla leído, pues no en vano la poesía es la expresión literaria que más se alza sobre las razones inmediatas. A eso se reduce, en gran medida, el estatuto social de la literatura.

¶³. El caso es que, con posterioridad, cuando en alguna ocasión me he encontrado con adhesiones literarias espontáneas, no he podido por menos que evocar aquel lejano lance. Y lo cierto es que al cabo del tiempo he llegado a pensar, no sé si con un punto de razón, que es más fácil entender aquella ‘admiración vacía’ que lo que podríamos tal vez llamar ‘convergencia textual’, porque la admiración vacía es ajena a lo escrito, se basa en la mera inefabilidad de las palabras, y la convergencia textual supone que las estrategias de lectura coinciden en un alto porcentaje con las de la escritura y es para esa convergencia para la que no hay explicación posible. Porque el don de la lectura es un enigma. Es seguro que nos reconocemos como lectores en los textos que otros escriben, y prueba de ello es que coincidimos en Homero, y en Cervantes, y en Shakespeare, y en Kafka. Puede ocurrir también que otros lectores se reconozcan en lo que a veces escribimos (que no es el caso del intrépido transeúnte, que ya llevaba el reconocimiento preinstalado). Ahora bien, ese reconocimiento, esa sintonía entre lectura y escritura no deja de ser misteriosa, porque son muchos —culturales, lingüísticos, sociales, psicológicos, etcétera— y azarosos los puntos en que han de producirse convergencias. Me viene a la memoria a este propósito una frase de «El misterio de Marie Rogêt» que subrayé hace muchos años en una edición de bolsillo: «Cada uno reconoce a su vecino», dice Poe, «pero pocas veces se está en condiciones de dar una razón que explique ese reconocimiento». No es fácil, ciertamente, explicar el reconocimiento facial (yo mismo no me explico la eficacia de los retratos robot en el cine norteamericano de guardias y ladrones), pero menos fácil es, según creo, encontrar los porqués del reconocimiento textual. Porque, a fin de cuentas, el texto literario, una vez constituido como tal, es ajeno al autor y porque, en definitiva, el lector ideal no existe. De ahí que, ante el favor de toda convergencia textual que afecte a lo que escribo, siempre surjan porqués que no alcanzo a entender. Si la convergencia, como es el caso, viene refrendada por quienes están vitalmente empeñados en lecturas y escrituras, mi perplejidad aumenta. Si a ello se añade el prestigio y la distinción de un premio que eleva la literatura sobre su desventurado estatuto social, ya no sé qué pensar ni qué hacer ni qué decir. Salvo una cosa: dar las gracias a todos los implicados en el proceso del premio, al Ayuntamiento de Zafra y a la Concejalía de Cultura, a la Diputación, al Gobierno de Extremadura, a los miembros del Jurado y a los lectores, en especial al Seminario Humanístico, a los departamentos de Lengua y Literatura de los Institutos y al Club de Lectura de la Biblioteca de Zafra; y celebrar que mis tristes conversaciones vayan en lo sucesivo protegidas por el valioso e inolvidable nombre de Dulce Chacón. Gracias.