Tenía yo comprobado (o creído) hasta hace poco que las series televisivas norteamericanas de mayor audiencia habían estado siempre en concordancia ideológica con el presidente de turno, de modo que a Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush o Clinton les habrían correspondido sucesivamente tramas detectivescas, humanitarias, neocapitalistas o progresistas (podrían anotarse títulos en columna como señeras cabezas de serie: «Colombo», «Raíces», «Dallas», etcétera, uno de esos ejercicios de furor didáctico en que los alumnos deben unir con una línea a lápiz cada serie con su gran presidente, cada sujeto con su predicado). En los últimos años han prevalecido y prevalecen dos tipos de estructuras telefílmicas: a) equipos policiales, forenses, médicos y demás con un jefe maduro al frente de cuatro o cinco subalternos de todo sexo, raza y condición, y b) seres dotados de un sexto sentido, el don de la adivinación, de la interpretación de los sueños, de la comunicación con el más allá, sea pasado, futuro o ultratemporal. No encuentro razón, sin embargo, pese a su carácter masivo, para decir que sean series estricta e ideológicamente «abushivas». O no siempre el poder del imperio es absoluto o tal vez se diluye en los resquicios.